Un relato para plantearse qué es la fe y hacia dónde nos puede llevar perderla
Sabía que no debía parar ahora. Necesitaba tomar oxígeno, siquiera por unos segundos. Cuanto más cerca del amanecer se encontrase, más fácil le resultaría hallar el camino.
Se acurrucó al lado de un arbusto, sobre el que dejó apoyar la cansada espalda. Su entrecortada respiración exigía un leve descanso, aunque a su vez eso supusiera un gran riesgo para su vida.
El flato que se le había instalado entre los riñones le impedía coger aire con naturalidad, si bien al estar sentado de cuclillas podía controlar más el ritmo cardíaco.
Al menos, eso creía.
O simplemente, eso quería creer.
La primera expedición en la que participó le había llevado muy lejos de su tierra. Sus investigaciones etnográficas no habían hecho más que comenzar y, sin embargo, ya se sentía algo incómodo. Nunca había estado fuera tanto tiempo y temía que el extrañamiento le jugara una mala pasada. En realidad, lo que le aterraba era sentirse tan solo que se olvidara de todo por lo que estaba allí y se obligara a volver a casa.
Pero no fue necesario. Con la costumbre de la rutina, la disciplina del trabajo y el interés intelectual en sus tareas fueron poco a poco pasando los días, las semanas e incluso los meses. Un día, de pronto, fue consciente de que ya tenía todos los datos que precisaba. Más, incluso, de los necesarios. Con todo lo recopilado podría perfectamente ponerse a escribir la que esperaba se convirtiera en su tesis doctoral. Quizá en otro año más. Dos, a lo sumo. Y habría conseguido su primer gran objetivo en la vida.
El niño dirigió la mirada donde indicaba la joven, al suelo de la mesita de noche de la habitación. No logró ver nada salvo un objeto que parecía moverse, como si estuviera siendo arrullado por el viento. Por unos instantes tuvo la sensación de que le estaba mirando.
Se acercó poco a poco a la mesilla, mientras oía los sollozos de su madre y las reconfortantes palabras de su padre.
Se agachó y recogió del suelo lo que había llamado su atención. Era la estampa de la Virgen favorita de la abu. Quizá ella quisiera que la conservara.
−¿Qué es eso, chache?
Su hermana le había seguido.
−No lo sé.
Quizá fuera mejor que se la quedara ella. Él no sabría cómo utilizarla. Ni querría saber nada de esas cosas, después de lo que había visto.
−Seguro que a ti te sirve más que a mí.
Se la regaló.
Gotas de sudor le caían por las sienes. Avanzó un poco más, a medias intuyendo la ruta, a medias viéndola bajo la escasa claridad del temprano amanecer.
No era capaz de pensar con claridad. Sólo sabía que tenía que llegar a la montaña antes de que le alcanzara. Si no lo conseguía, sencillamente, no sabría qué ocurriría.
¿O quizá sí? Quizá sí sabía qué podía hacer él para evitar que sucediera lo que sin duda alguna habría de acaecer. No podía ser una casualidad que su hermana estuviera enferma o que su mujer se encontrase en el hospital.
No, él no creía en las casualidades. Ya no. Por eso decidió continuar avanzando.
Astronomy For Beginners. Andy Roberts
Al cabo de unos minutos de intensa carrera, llegó al lugar sagrado. Vio a su izquierda las escaleras que le conducían a la cueva. No lo dudó. Las subió rápidamente. Al alcanzar la cima, miró hacia el oratorio y se llegó hasta la primera fila de bancos. Se sentó en uno de ellos, exhausto, casi sin aire. Y, por primera vez en muchos años, se puso a rezar.
Su hermana había vuelto a caer enferma. Los médicos decían que todo pasaría pronto, pero era ya la tercera vez que la veían todos (su hermano, sus padres, su marido, su hija) tumbada en la cama sin fuerzas. Nadie sabía qué hacer. Se miraban embobados, como si de pronto esperasen a que ella les diera una orden para empezar a moverse.
Se encontraba con los ojos cerrados. Y de pronto los abría y comenzaba a hablar acerca de la presencia de alguien en la estancia, cerca de todos ellos y muy lejos a la vez. No gritaba, no se ponía nerviosa. Tan sólo lo decía, tranquila. Con la parsimonia del que ha visto la solución a sus problemas y sólo está esperando a que lleguen para poder acabar con ellos.
Y a las pocas horas todo pasaba. Se levantaba de la cama alegre, risueña y feliz. Continuaba con su rutina como si no hubiera sucedido nada, manteniendo siempre impolutas las estatuillas de vírgenes de su pequeño santuario −una estantería situada al fondo del salón, a modo de larario cristiano−. No dejaba de conservar las estampas de los santos en su habituación, en su despacho y en su coche, pasándoles el plumero de vez en cuando e intentando hablar con ellos en busca de simbólico refugio. Jamás se le ocurrió tirar los frascos de agua bendita que seguía conservando en el frigorífico: en más de una ocasión, decía, le habían curado una lesión sin importancia.
¿En qué creían las gentes? ¿Qué les movía, día tras día, a seguir adelante con una vida que no les llenaba? ¿Qué era lo que les daba fuerzas para continuar, en un mundo en el que nada era lo que parecía? ¿Cómo podían sobrevivir creyendo en elementos que no existían? ¿Cómo podían subsistir sabiendo que no había nadie que moviera los hilos de sus vidas? ¿Cómo eran capaces de dejar de pensar en ello y continuar como si nada ocurriese? ¿Creían de verdad en algo superior o sencillamente lo habían creado para tener un ídolo al que adorar?
Estas eran las preguntas que se planteaba desde mucho antes de comenzar sus estudios universitarios. Por mera diversión, se atrevió un día a plasmarlas en un trabajo de Antropología de las Religiones, junto con otra serie de reflexiones hechas a partir de citas de autores duchos en la materia. Le valió la matrícula de honor, el reconocimiento público del profesor y sus más encarecidos ánimos a seguir adelante con sus investigaciones más allá del Grado. Él no se lo había planteado, en principio, aunque seguía sintiendo esa curiosidad del adolescente que llevaba dentro. Podría intentar compaginarlo con el trabajo en el instituto, aunque no estaba seguro de que le aportara nada serio.
−¿Me estabas buscando?
Íñigo se revolvió en la cama. Aún no abrió los ojos. Pero sentía ese frío típico de los malos sueños. Aire en las manos. Aliento fétido en la cara. Hálito de muerte.
−Te han dejado completa y absolutamente solo.
Se despertó, bañado en sudor. Miró en derredor y no consiguió ver nada, aparte de las mismas sombras que formaban parte de la oscuridad de la noche. Intentaba controlar su miedo, racionalizando todas sus sensaciones, actuando como le habían enseñado a hacerlo en su quehacer científico… aunque en su más fuero interno empezaba a creer que se estaba volviendo loco.
Viento en la ventana. El aire en las manos, gélido. El aliento fétido sobre su cara, hediondo. Ecos vagos de un mineral dormido.
Encendió la luz. Se puso a buscar histéricamente la estampita que le había dado su hermana. Por si acaso, se la colocó debajo de la almohada, e intentó seguir durmiendo. «Por si acaso», pensó. Por si acaso.
La segunda gran aventura etnográfica se desarrolló algo más cerca de su casa. No tuvo ya nada que ver con el mundo académico. Se encontraba en una misión humanitaria en la que había decidido colaborar por cuestiones de principios. Nada de informes científicos, ni tesis doctorales. Ni siquiera pretendía redactar inútiles artículos que los editores dejaran olvidados en tristes cajones. Lo único que buscaba ahora eran las respuestas a las preguntas que habían atormentado toda su vida desde que cumplió los trece años. Y pensaba que un retiro de ese tipo en el que pudiera contactar con gente de religión tan diversa podría ayudarle.
Sin embargo, apenas estuvo fuera un par de meses. Cuestiones personales le exigieron regresar. Tornó al hogar con energías renovadas pero con las mismas preguntas de siempre.
Después de lo que estaba pasando, se comenzaba a plantear si haber alquilado esa casa rural en medio de la nada había sido de verdad una buena idea. Su cuñado acababa de tener un accidente con el coche, causado en parte por el alcohol, en parte por la niebla. Parecía, sin embargo, que no había sido demasiado grave y en un par de días volvería a casa y podrían continuar sus vacaciones.
Al día siguiente, sin embargo, su propia mujer había sido víctima del destino, personalizado en un misterioso animal salvaje, al que nadie había visto por los alrededores. Salió a hacer footing, como cada mañana, y volvió dando voces como una histérica y sangrando de un brazo. Él, sin pensarlo, la metió en el coche y la llevó al mismo hospital en el que habían ingresado, la noche anterior, al cabraloca de su cuñado, el hermano de su esposa. Recomendaron reposo para ambos. Él decidió volverse a la casa rural, mientras su concuñada optó por pasar la noche en la vivienda de una amiga que vivía a unos pocos kilómetros de la heroica ciudad que ahora dormía la noche.
Y así él se había quedado solo en una casa rural, a diez kilómetros del centro urbano más cercano. «Qué buena idea», se dijo. «Brillante, lo de estar aquí solo.» Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Le serviría para recordar sus tiempos de etnógrafo, cuando no había viaje que se le resistiera, ni dificultad que se le pusiera por delante.
En una de esas recaídas que lo obligó a abandonar su retiro, él se acercó a visitarla como solía hacer cada día desde que aterrizó. Se la encontró sola dormitando en su cuarto. Tomó una de las sillas del despacho, la llevó hasta el pie de la cama y se sentó, a la espera de que despertara para poder charlar y animarla un poco.
−Lo estás buscando donde no está.
Íñigo no se esperaba que ella hablara tan pronto. La daba por dormida.
−¿Qué estoy buscando?
−Él te encontrará primero, no lo dudes.
El hombre no entendía nada.
−Y cuando lo haga, deberás acudir a Ella. Llévala siempre contigo y te protegerá.
Íñigo comenzaba a pensar que su hermana deliraba. Entonces la mujer extrajo de debajo de la almohada una estampa que a él le resultaba ligeramente familiar.
−Vamos, hermana, sabes que soy científico. Yo no creo en estas cosas.
Antes de entregársela, ella besó el sagrado papel, dotándole así de microscópicas partículas de su propio aire vital. Y él, por si acaso, lo cogió. Por si acaso.
−No te engañes, Íñigo. No quieres creer pero tienes más fe que muchos de los predicadores que hay por la calle. Te niegas a ello por prestigio, por el qué dirán y por las modas. Hazme caso. Si algún día te encuentra, huye. Búscala a Ella.
−Pero, ¿a quién? ¿Quién me busca? ¿Qué busco yo?
La señora reclinó la cabeza al otro lado de la almohada y giró el cuerpo, dándole la espalda. En seguida se quedó dormida. Él no hizo esfuerzos por despertarla. Y nunca más volvieron a hablar del tema.
No era capaz de conciliar el sueño. Daba vueltas una y otra vez en la cama. Cuando estaba a punto de dormirse, sentía frío bajo la funda nórdica que le había acompañado en numerosos viajes. Y se incorporaba, encendía la luz y tomaba la estampita.
Sentía una presencia a su lado, la de alguien desagradable que no le deseaba precisamente lo mejor. Aunque no entendía por qué.
De pronto, comenzó a oír ruidos. Por más que miraba, no conseguía ver nada. «Se te está yendo la cabeza, chaval.» Pero seguía sin entender qué ocurría.
«¿Y si no había sido una coincidencia?», pensó.
−Te han dejado completa y absolutamente solo.
¿Había oído algo?
Se levantó de la cama. Rápidamente, se vistió. Si habían entrado en la casa, sería mejor que estuviera preparado. Buscó algún tipo de herramienta que pudiera servirle para defenderse.
−¿Me estabas buscando?
Otra vez la voz.
«Él te encontrará primero.»
En ese momento, comprendió.
«Y cuando lo haga, deberás acudir a Ella.»
No, definitivamente, no creía en las casualidades. Por eso salió corriendo sin pensarlo. Por una vez en su vida, sabía dónde tenía que ir. Y, sobre todo, para qué. Las respuestas a todas las preguntas estaban al alcance de su mano. Solo debía tener fe.
Universo a buchi. Ricardo Tronconi
Como cada tarde desde hacía unos meses, el pequeño Íñigo llegaba corriendo a la habitación de la abu para contarle cómo le había ido en el cole. Dejaba caer su mochila sobre el suelo con un estrepitoso ruido que asustaba siempre a mamá y se sentaba a los pies de la cama, preparado para narrarle otra de esas aventuras escolares que a la yaya tanto le gustaban.
Esta vez fue diferente. Se acercó a la habitación como de costumbre y no le gustó nada ver allí a todo el mundo, con caras tremendamente tristes. ¿Qué hacían ahí? ¿No veían que él era el único que podía pasar las tardes con ella?
Se quedó de pie, en el umbral de la puerta, esperando una señal. Su madre estaba llorando. Su padre le pellizcaba suavemente el hombro. Nadie parecía acordarse de él.
Solo la abu le miró desde su almohada, ligeramente reclinada. Apenas podía moverse. Cuando su mirada se topó con la del pequeño, esbozó una sonrisa. Asintió y, de manera casi imperceptible, movió la mano en señal de despedida.
Él vio con sus propios ojos cómo algo salía por la boca de su abuela. La vida se le iba en un instante y nadie podía hacer nada. Nunca más volvería a escuchar su risa. Nunca más tornaría a contarle sus andanzas. Nunca más podría estar con ella. Ninguno más pareció verlo como él.
−Hola, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no entras a verla? −Su hermana siempre llegaba del instituto un poco después que él. También le gustaba darle a la abuela el beso de las buenas tardes e irse a hacer los deberes tranquilamente.
−Porque ya no está. Ya no puedo verla.
−Pero ¿qué dices? Sí que está −la muchacha señaló un lugar indefinido cerca de la mesilla de noche−, ahí. Parece que nos está diciendo adiós. ¿No la ves?
No sabía cuánto tiempo había transcurrido en la capilla, cuando reparó en que había una muchacha a su lado. Era casi una niña. Se la veía serena, sosegada.
−Pareces cansado.
Íñigo no sabía qué decir. En realidad, no tenía ganas de hablar. Sólo quería pensar. Su mente estaba enfrentándose con violencia a su espíritu. Y no le gustaba lo que sentía.
−He pasado una mala noche.
−Entiendo −la chica dirigió la mirada a la estatua de la Virgen que había en la capilla−. ¿Y has intentado hablar con Ella?
−Sí, eso estaba haciendo. Pero no creo que me escuche. No sé si creo, en realidad. No sé si creo porque debería creer en lo que me han enseñado a creer o si es porque realmente lo creo. O tal vez no crea nada y crea que no debo creer nada. Y si creo que creo, entonces ¿estoy realmente creyendo en algo que existe o simplemente creo en mis propias creencias? Y si creo que no creo, ¿es porque realmente no quiero creer o porque he aprendido que socialmente es mejor así? La otra opción es que no haya nada en lo que creer y, si lo hay, no seamos capaces de alcanzarlo…
−Entiendo −estuvo unos segundos en silencio, intentando comprender la confusión del hombre−. En mi opinión, intentas hacerte ver que no crees. Aunque sí crees.
−Sí, eso dice mi hermana.
−Una chica muy fuerte, por cierto. Admirable.
«¡No puede ser!» ¿No sería esta niña…? No, no, era imposible. Definitivamente, se estaba volviendo loco. Pero ahora ya, ¿qué más daba? Con el corazón segismundeado y la mente enquijotada, se atrevió a continuar. Al fin y al cabo, quería respuestas.
−La pregunta que yo me hago es… ¿por qué ella?
−¿Por qué lo buscabas? −preguntó a su vez la joven.
−No lo sé. Quizá porque necesitaba saber.
−Los dos conocisteis a Dios. Tu hermana se conformó con eso. Si había un Bien, dio por hecho que el Mal también existiría sin necesidad de encontrarlo. Y tú no lo creíste así.
−Cierto. Lo busqué por todas partes.
−Y ahora él te ha encontrado. Ha utilizado a tus seres queridos para llegar a ti.
−¿Y qué puedo hacer para que nos deje en paz? Yo no soy nadie. Soy insignificante frente al poder que le he sentido.
En ese momento, la joven se levantó. Se dirigió hacia la salida de la capilla y añadió, sin mirar atrás:
−Hacer caso a tu hermana te vendría bien. No creo que vuelva a molestarla. Su fe la ha salvado. Y tal vez te salve a ti también.
¿Debería dejarse llevar sin más? ¿Tan sólo tendría que creer? ¿Así de fácil…?
–No, fácil, no –añadió la muchacha, adivinando sus pensamientos–. Si lo fuera, todo el mundo creería.
Entonces, justo antes de llegar a la puerta del recinto, la chica dio media vuelta. Se llevó la mano a los labios y, con un ademán que pretendía recoger su aliento mediante un beso, la abrió ofreciendo al hombre un mágico soplo de aire fresco.
Imagen de portada: Universo. Christian Cruzado
¿TE HA SERVIDO ESTE ARTÍCULO? ASÍ PUEDES CITARLO: : «Hálitos de vida». Publicado el 1 de septiembre de 2015 en Mito | Revista Cultural, nº.25 – URL: |