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HACIA LA FILOSOFÍA DESDE LA DIVERSIÓN Y HACIA LA DIVERSIÓN DESDE LA FILOSOFÍA

La filosofía en la época trágica de los griegos Friedrich Nietzsche

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La filosofía en la época trágica de los griegos
Friedrich Nietzsche

 

V [Heráclito]

En medio de esta mística noche en cuya oscuridad había envuelto Anaximandro el problema del devenir, aparece Heráclito de Éfeso y lo ilumina con un relámpago de luz. “Contemplo el devenir-exclama-, y nadie ha puesto más atención que yo en este eterno flujo y ritmo de las cosas. Y ¿qué veo? Regularidades, seguridades indefectibles, siempre las mismas vías de derecho, tras todas las transgresiones de este tribunal de las Erinias; el mundo en su totalidad, escenario de la justicia distributiva, y, las fuerzas naturales demoníacas, en todas partes a su servicio. Lo que contemplo no es el castigo de las criaturas, sino la justificación del devenir. ¿Cuándo se ha manifestado el crimen, la caída, en formas indestructibles, en leyes tenidas por sagradas? Donde la injusticia reina, allí vemos la arbitrariedad, el desorden, el desenfreno, la contradicción-, pero, en cambio, allí donde imperan la ley y Dike, la hija de Zeus, como en este mundo, ¿cómo hemos de ver la esfera de la culpa, de la expiación, del castigo y, por decirlo así, la prisión?”

De esta intuición Heráclito extrae dos negaciones armónicas, que sólo se esclarecen por la comparación de los principios de su predecesor. Primeramente, niega la existencia de dos mundos completamente distintos, idea a la cual se había visto lanzado Anaximandro; no hace ya la distinción entre un mundo físico y un mundo metafísico, entre un reino de determinaciones distintas y un reino de indeterminación e indefinición.  Pero ahora, una vez dado este paso, no puede detenerse ante más negaciones atrevidas; niega rotundamente el ser. Pues en ese mundo que él contempla -protegido por leyes eternas no escritas, en constante flujo rítmico- no descubre por ninguna parte nada que persevere en el ser, nada que esté exento de destrucción, ningún valladar en la corriente. Con más energía que Anaximandro, exclama Heráclito: “No veo más que devenir. ¡No os dejéis engañar! Vuestra miopía, y no la esencia de las cosas, es lo que os hace ver tierra firme en ese mar del devenir y del fenecer. Ponéis nombres a las cosas como si éstas subsistieran, pero no os podéis bañar dos veces en el mismo río.”

Heráclito poseía como un patrimonio real la fuerza suprema de su representación intuitiva-, mientras que ante las demás formas de representación, como los conceptos y combinaciones lógicas, permanecía frío, insensible y casi hostil cuando estaban en contradicción con una verdad adquirida intuitivamente; y esto lo expresa en frases como aquella de “Todo contiene, al mismo tiempo, en sí su contrario”, con tal franqueza, que Aristóteles lo emplaza ante el tribunal de la razón como culpable del delito más atroz, del delito contra el principio de contradicción. Pero la representación intuitiva comprende dos cosas: por una parte, el mundo presente multiforme y cambiante que se nos da en toda experiencia, luego, las condiciones únicas que hacen posible cualquier experiencia de dicho mundo: el tiempo y el espacio. Pues éstas, aun cuando no tengan contenido alguno, pueden ser percibidas puramente en sí mismas, independientemente de toda experiencia, y, por lo tanto, pueden ser contempladas. Así, cuando Heráclito considera de este modo el tiempo, independientemente de toda experiencia, encuentra en él un monograma, el más instructivo de todos los monogramas imaginables, de todo aquello que cae bajo el dominio de la representación intuitiva. Y su mismo concepto del tiempo es, el que Schopenhauer formula cuando dice reiteradamente que “en el tiempo cada instante sólo es, en cuanto mata al anterior, su padre, para inmediatamente ser el igualmente muerto por el siguiente; el pasado y el futuro no son más que un sueño, y el presente, por su parte, es el límite inextenso e inconsciente entre ambos; pero tanto el tiempo como el espacio y, como ellos dos, todo lo que esta contenido en el tiempo y en el espacio, no tienen más que un ser relativo, un ser que es sólo por otro y para otro semejante a él, es decir, que tiene también este mismo ser relativo. Esta es una verdad de máxima evidencia inmediata, comprensible para cualquiera intuitivamente, pero, precisamente debido a ello, muy difícil de concebir racional v conceptualmente. El que la tiene a la vista debe llegar a las consecuencias a que llegaba Heráclito y decir que la esencia entera de la realidad es el obrar, y que para ella no puede haber otra clase de ser; como ha expuesto igualmente Schopenhauer (“El Mundo como Voluntad y como Representación”, t. I, lib.  I, párr. 4): “Sólo por la acción llena el espacio y el tiempo; su acción sobre el objeto inmediato condiciona la intuición, en la cual sólo existe; la serie de acciones de un objeto sobre otro únicamente es conocida en cuanto el último obra de otro modo que antes sobre el objeto inmediato; sólo en eso consiste. La causa y el efecto constituyen por consiguiente, la esencia de la materia: su ser es su obrar. Por esto es tan precisa la palabra que llama realidad (Wirklichkeit)  a todo lo material, palabra mucho más expresiva que “realidad”.  Aquello por lo que actúa es siempre materia; todo su ser y toda su esencia consiste solo en el cambio regular por el cual “una” parte de la materia sustituye a la otra, y es, por ende, relativo, según una relación válida solamente dentro de sus límites, es decir, como el tiempo, como el espacio.”

El devenir único y eterno, la radical inconsistencia de todo lo real, como enseñaba Heráclito, es una idea terrible y, perturbadora, emparentada inmediatamente en sus efectos con la sensación que experimentaría un hombre durante un temblor de tierra: la desconfianza en la firmeza del suelo. Es necesaria una fuerza prodigiosa para convertir esta sensación en su opuesta, en el entusiasmo sublime y beatificador. Y, sin embargo, esto lo consiguió Heráclito por una observación hecha sobre la procedencia efectiva de todo devenir y de todo perecer, que comprendió bajo la forma de polaridad, o sea, como desdoblamiento de una fuerza en dos actividades cualitativamente diferentes, opuestas y tendientes a su conciliación o reunión. Permanentemente una cualidad se divorcia de sí misma y se constituye en cualidad opuesta; permanentemente estas dos cualidades contrarias se esfuerzan por unirse otra vez. El vulgo cree, en efecto, conocer algo sólido, acabado, permanente; pero, en realidad, lo que hay en cada momento es luz y tinieblas, amargura y dulzura juntamente, como dos combatientes cada uno de los cuales obtuviese a su vez la supremacía. La miel es, según Heráclito, dulce y amarga a la vez, y el mundo mismo es un cráter que debe ser removido constantemente. De esta lucha de cualidades contrarias nace todo devenir: las cualidades determinadas, que a nosotros nos parecen permanentes, expresan sólo el instante de equilibrio de un combate: pero este equilibrio no pone fin a la lid, que dura eternamente. Todo acaece con arreglo a esta lucha, y precisamente esta lucha es la manifestación de la eterna justicia.  Esta representación, emanada de la más pura fuente del helenismo y que considera la lucha como el constante imperio de una justicia unitaria, rigurosamente enlazada con leyes eternas, es maravillosa. Solamente un griego podía hallar esta idea y emplearla para cimentar con ella una cosmodicea. Es la buena Eris de Hesíodo, elevada a principio del mundo: es la idea que preside el combate de los griegos entre sí, de los Estados griegos, en el gimnasio, en la palestra, en los agonales artísticos, en las relaciones de los partidos y de las ciudades unas con otras, así sucesivamente hasta constituir la máquina del Cosmos. Así como  lucha el griego, como si sólo él tuviera razón y se viese asistido de un criterio y como si un juez infaliblemente determinase en cada momento de qué parte se ha de inclinar la victoria, así luchan las ciudades unas con otras, según leyes indestructibles e inmanentes a esta lucha. Las cosas mismas en cuya permanencia y consistencia cree la estrecha cabeza del hombre y del animal, no tienen verdadera existencia: son los chispazos y relampagueos que lanzan las espadas que se cruzan, son el brillo de la victoria en la guerra de las cualidades contrarias.

Este combate característico de todo devenir, este cambio incesante de la victoria está descrito por Schopenhauer (“El Mundo como Voluntad y, como Representación”, t. 1, lib. 2, párrafo 27): “La materia, que es lo permanente, tiene que estar cambiando continuamente de forma en cuanto, siguiendo el hilo de la causalidad, los fenómenos mecánicos, físicos, químicos, orgánicos, luchan ávidamente por manifestarse, se disputan unos a otros la materia en la cual quiere manifestarse cada Idea. En todo el dominio de la Naturaleza percibimos esta lucha, y puede decirse que la Naturaleza no consiste en otra cosa.” Las páginas que siguen brindan la más notable ilustración de esta lucha, sólo que el tono fundamental de estas descripciones es otro siempre en Heráclito, en cuanto la lucha, para Schopenhauer, es una muestra del desdoblamiento de la voluntad de un consumirse a sí mismo de este oscuro y ciego instinto y, por tanto, un fenómeno espantoso, y en modo alguno venturoso. El campo de batalla y el objetivo de esta lucha es la materia, la cual se disputan las fuerzas naturales, como también el espacio y el tiempo, que, un unificados por la causalidad, constituyen la materia.

 

VI

Mientras la imaginación de Heráclito contemplaba el Universo en perpetuo movimiento y la “realidad” con los ojos de un espectador complacido, viendo cómo luchaban alegremente los contrarios bajo el padrinazgo de un severo juez de campo, vislumbró un nuevo presentimiento de mayor categoría: ya no podía considerar a los combatientes separadamente del juez: los jueces mismos parecían mismos parecían combatir, los luchadores mismos parecían juzgar, y ante este espectáculo de una justicia eternamente imperante, se atrevió a exclamar: “¡La lucha de los muchos es la pura justicia!” Y, en general, lo uno es lo múltiple. Pues ¿qué son todas las cualidades por esencia? ¿Son dioses inmortales? ¿Son seres separados con acción propia desde el principio y sin fin?  Y si el mundo que vemos únicamente conoce el devenir y el fenecer, sin permanencia alguna, ¿constituirán acaso aquellas cualidades un mundo metafísico de otra naturaleza y no existirá un mundo de unidad bajo el flotante velo de la pluralidad, como imaginaba Anaximandro, sino un mundo de eternas pluralidades esenciales? ¡Acaso llegó Heráclito, dando un rodeo, a concebir nuevamente, después de haberío negado vivo, un doble ordenamiento universal, con un Olimpo de numerosos dioses y espíritus inmortales -esto es, "muchas" realidades- y con un mundo humano que sólo ve las nubes de polvo de las luchas olímpicas y el brillo de las divinas espadas, es decir, sólo un devenir?  Anaximandro se había refugiado, huyendo de las cualidades determinadas, en el seno de lo "indeterminado" metafísico; como éstas cambiaban y perecían, les había negado el verdadero ser- ¿no parecía, de acuerdo a esto, que el devenir no era más que la manifestación de las eternas cualidades? ¿no debíamos desconfiar de la debilidad del intelecto humano que habla de devenir cuando, en el fondo, no hay tal devenir, sino solamente la coexistencia de múltiples realidades inmutables e indestructibles?

Estos son subterfugios y errores antinheracliteos. Aún exclama de nuevo: “Lo uno es lo múltiple.” Las cualidades múltiples que percibimos no son ni eternas esencias ni fantasmas de nuestros sentidos ( como concibió Anaxágoras a las primeras y Parménides a los segundos), no son ni seres duraderos y consistentes ni sombras engañosas del cerebro. La tercera posibilidad única que quedaba para Heráclito nadie la hubiera alcanzado por procedimientos dialécticos y lógicos, pues lo que él halló aquí fue algo extraño, aún en el reino de las incredulidades místicas y de las metáforas cósmicas inesperadas: El mundo es el “recreo” de Zeus, o expresado físicamente, del fuego, que juega consigo mismo, y en este sentido, lo uno es a la vez lo múltiple.

Ante todo, para explicar la introducción del fuego como fuerza plasmadora universal, recordaré aquí cómo había prolongado Anaximandro la teoría del agua como origen de todas las cosas. De acuerdo en lo esencial con Tales, y confirmando y acrecentando sus observaciones, Anaximandro no estaba convencido de que detrás del agua no hubiese cualidades nuevas, de que el agua fuese algo irreductible; sino que la humedad misma le parecía que estaba formada de frío y calor, y que, por ello, serían las cualidades originarlas del agua.  Por su separación del seno primordial de “lo indeterminado”, empezaba el devenir. Heráclito, que como físico es inferior a Anaximandro, interpretaba este calor de Anaximandro como el aliento, la respiración cálida, la respiración ardiente, el vapor seco, en una palabra, como el fuego; de este fuego decía lo mismo que Tales y Anaximandro habían dicho del agua: que recorría en infinitas transformaciones la vía del devenir, sobre todo en sus tres estados principales de calor, humedad y solidez. Pues el agua se transforma en parte descendiendo a la tierra, en parte ascendiendo sobre el fuego, o como expresaba con más exactitud Heráclito, parecía subir de los mares como puro vapor que alimenta el fuego celeste de las estrellas de la tierra en forma de nubes y neblinas, de donde saca lo húmedo su sustento. Los vapores puros son la transformación de los mares en fuego; los impuros, la transformación de la tierra en agua.  De este modo las dos vías de transformación del fuego, hacia arriba y hacia abajo, de ida y vuelta, corrían paralelamente, del fuego al agua, del agua a la tierra, de la tierra otra vez al agua y del agua al fuego. Mientras que Heráclito, en las dos ideas más importantes de esta concepción: que el fuego está alimentado de la evaporación y que del agua se separa en parte la tierra y en parte el fuego, se muestra discípulo de Anaximandro, es, por otra parte, independiente, y aún está en oposición con Anaximandro, en que separa lo frío del proceso físico, mientras que Anaximandro lo considera tan justificado como el calor, para hacer nacer de los dos lo húmedo. Hacer esto era realmente una necesidad para Heráclito, pues si todo era fuego, por mucho que se transformara, no podía llegar nunca a producir su opuesto; consiguientemente, lo que se llama frío sólo podía significar un grado de calor, interpretación que podía justificar con facilidad. Pero mucho más importante que esta discrepancia de la doctrina del maestro era una posterior concomitancia: creía, como aquél, en una destrucción del universo, repetida periódicamente, y en una nueva producción de otro mundo, acarreada por el incendio universal, destructor de todo lo existente.  Los períodos en los cuales el mundo corría a aquel incendio y a su resolución en puro fuego fueron caracterizados por él de manera sumamente chocante como un apetecer y un necesitar, y la absorción completa en el fuego, como un saciarse; y no se nos ocurre inquirir como comprendía y definía el nuevo impulso que había de formar nuevamente el mundo, vaciándole en las formas de la multiplicidad. El proverbio griego es decisivo en este caso: “La saciedad engendra el delito” (“hybris”); y de hecho podemos preguntamos por un momento si Heráclito dedujo aquella vuelta a la pluralidad de la “hybris”. Examinemos seriamente esta Idea; a su luz, el rostro de Heráclito se transforma ante nuestras miradas, el orgulloso brillo de sus ojos se apaga, un gesto de dolorosa decepción, de desmayo, se dibuja en su rostro, parece que adivinamos por qué la antigüedad lo denominaba “el filosofo llorón”. ¿No será todo el proceso del mundo un acto de castigo de la “hybris”?  La pluralidad ¿no será el efecto del pecado?, La transformación de lo puro en impuro ¿no será consecuencia de la injusticia? ¿No estará puesta de esta manera la culpa en el fondo de las cosas, descargándose así de la culpa el mundo del devenir y de los individuos, pero quedando condenado, al mismo tiempo, a soportar siempre de nuevo sus consecuencias?

 

VII

Esta peligrosa palabra, “hybris”, es, en efecto, la piedra de toque para todo discípulo de Heráclito; puede demostrar aquí si ha comprendido o no a su maestro. ¿Hay culpa, injusticia, contradicción, dolor, en este mundo?

Sí, exclama Heráclito, pero sólo para el hombre de inteligencia limitada que ve las cosas en su sucesión y no en su conjunto, no para el Dios contutivo; para éste, todos los contrarios se armonizan, de un modo invisible, es cierto, para la mirada vulgar del hombre, pero comprensible para el que, como Heráclito, es semejante al dios contemplativo. Ante su mirada de fuego no queda una gota de injusticia en el mundo por él creado; y aun aquella contradicción, cardinal, de cómo puede fundir el fuego puro en formas tan impuras, es resuelta por él en una doble comparación.  Un devenir y un perecer, un construir destruir, sin justificación moral alguna, eternamente inocente, sólo se dan en este mundo en el juego del artista y del niño. Y así como el niño y el artista juegan, juega el fuego, eternamente vivo, construye y destruye inocentemente; y este juego lo juega el “aiôn” consigo mismo. Transformándose en agua y en tierra, construye, como el niño, castillos de arena a la orilla del mar, edifica y derriba; de tiempo en tiempo vuelve a iniciar el juego. Hay un momento de saturación; luego lo llama nuevamente la necesidad, como al artista lo obliga la necesidad a la creación.  No un instinto de delincuencia, sino el perpetuo y renaciente instinto del juego, es lo que llama nuevos mundos a la vida. Llega un momento en que el niño tira el juguete; pero de nuevo lo recoge, y prosigue sus juegos con inocente inconstancia. Pero siempre que construye, lo hace según ciertas reglas con un orden interior.

Ahora bien, de este modo contempla el esteta el mundo: el esteta, es decir, el hombre que en el artista y en el nacimiento de la obra de arte ha visto cómo el combate de la pluralidad puede implicar leyes y derechos, cómo el artista se muestra contemplativo sobre y en la obra de arte, cómo la necesidad y el juego, la contradicción y la armonía pueden aunarse para la producción de la obra de arte.

¿Quién pedirá una ética ahora a tal filosofía, con su correspondiente imperativo "tú debes"? ¿Quién podrá reprochar esta falta a Heráclito?  El hombre, hasta sus más recónditas fibras, es necesidad, y carece por completo de libertad, si por libertad se entiende la necia pretensión de poder variar de arbitrio como se cambia de traje, pretensión que todo verdadero filósofo ha rechazado hasta hoy con escándalo. Que sean tan escasos los hombres que viven con conciencia en el “Logos” y en conformidad con el ojo del artista que todo lo ve de una mirada, proviene de que sus almas están desnudas de que las orejas y los ojos del hombre, y en general su intelecto, son malos testigos cuando “el cieno húmedo es recogido en sus almas”. No se pregunta por qué ocurre, como tampoco por qué el fuego se convierte en agua y en tierra. Heráclito no tenía razón alguna para “deber” demostrar (como lo habría hecho Leibniz) que este mundo es el mejor de los mundos; le bastaba saber que es el juego inocente y bello del “aiôn”. El hombre no es para él, generalmente, más que un ser ir racional, con lo que no niega que en toda su esencia se cumpla la ley de la razón que todo lo gobierna. Para él, el hombre no ocupa un lugar privilegiado en la Naturaleza, cuyo fenómeno más importante es el fuego, lo es, por ejemplo, una estrella, pero no el simple hombre. Si éste, por la necesidad, ha tenido una participación en el fuego, entonces es algo racional; pero en cuanto consiste en agua tierra, su racionalidad es escasa.  No tiene obligación de reconocer el “Logos”, por ser hombre. Pero ¿por qué hay agua, por qué hay tierra? Este es, para Heráclito, un problema mucho más importante que preguntar por qué son los hombres tan estúpidos y tan perversos. Tanto en los hombres mejores como en los peores, se manifiesta la misma inmanente legalidad y justicia. Pero si se le formulase a Heráclito la pregunta de por qué el fuego no es siempre fuego, sino que ahora es agua y después tierra, tendría que contestar: "Se trata de un juego; no lo toméis por lo patético, sobre todo, no lo toméis desde el punto de vista moral.”  Heráclito sólo describe el mundo existente y contempla este mundo con la fruición del artista que ve cómo se va formando su obra. Heráclito únicamente es sombrío, melancólico, lacrimoso, bilioso, pesimista y, en general, odioso, para aquellos que tienen motivos para no estar contentos con su descripción del hombre. Pero a estas personas Heráclito las miraría con indiferencia, junto a sus simpatías y antipatías, su amor y su odio, y les pagaría con la enseñanza de que “los perros ladran al que no conocen” o “al asno le gusta la paja más que el oro”. 

De estos descontentos derivan también las numerosas quejas contra la oscuridad del estilo de Heráclito- pero, positivamente, nadie ha escrito con más claridad y mayor luminosidad que él. En efecto, es muy conciso, y por esto es oscuro para el que lee de prisa. Pero es absurdo que un filósofo escriba a propósito con oscuridad, como se le suele atribuir a Heráclito, a no ser en el caso en que tenga razones para ocultar su pensamiento, o sea lo bastante pícaro para disimular su indigencia mental con palabras. Como dice Schopenhauer, en ocasiones se debe procurar en la vida práctica cautelar, por medio de la claridad, posibles errores. ¿Cómo podría buscarse adrede la oscuridad, la expresión enigmática e indeterminada, cuando se trata del más difícil, abstruso e inaccesible objeto del pensamiento: la filosofía? En lo referente a la concisión, Jean Paul nos proporciona una buena doctrina: “En general, es conveniente que los grandes pensamientos, de gran contenido para un cerebro perspicaz, se expresen con brevedad por lo tanto, con oscuridad, para que un espíritu romo antes los considere como absurdos que los traduzca en su mentalidad rastrera.  Pues los entendimientos vulgares tienen la habilidad odiosa de no ver en los pensamientos profundos ricos otra cosa que lo que piensa a diario.” Por lo demás, a pesar de esto, Heráclito no ha pasado inadvertido a los “espíritus romos"; ya los estoicos lo interpretaron torpemente, rebajando su concepción estética del mundo a un vulgar finalismo, provechoso para el hombre, fundando en su física un grosero optimismo, con la constante invitación al “plaudite, amici”.

 

VIII

Era orgulloso Heráclito; y cuando el orgullo anida en un filósofo, toma proporciones gigantescas. Sus obras no se dirigen nunca al “público”, no busca el aplauso de las masas ni las aclamaciones del coro de sus contemporáneos. Lo característico del filósofo) es recorrer las calles en silencio. Sus dotes son las más raras, en cierto sentido las menos naturales, por consiguiente enemigas de todo lo mediano. Los muros de suficiencia debían de ser diamantinos, cuando no se quebraron, pues todo se conjuraba contra él. Su viaje a la ¡inmortalidad fue más difícil y encontró más obstáculos que ningún otro; y, sin embargo, nadie mejor que el filósofo puede estar seguro de alcanzarla, porque no sabe dónde debe estar, a no ser en la plenitud de los tiempos, pues el desprecio de lo actual  y de lo pasajero es propio del auténtico filósofo. Posee la verdad, y por muchas vueltas que dé la rueda del tiempo, nunca podrá sustraerse a la verdad. Importa saber de tales hombres que han vivido. Nunca podría imaginarse, por ejemplo, el orgullo de Heráclito como una virtualidad ociosa. Todo esfuerzo hacia el conocimiento parece, por su esencia, condenado a quedar insatisfecho eternamente. Por eso nadie que no esté instruido por la historia podría creer en esa augusta autoestimación y convicción de ser el único venturoso liberador de la verdad.  Tales hombres viven su propio sistema solar, y allí hay que ir a buscarlos. También un Empédocles un Pitágoras se prodigaban una consideración más que humana, casi se inspiraban a sí mismos un respeto religioso; pero el lazo de la compasión, unido a la íntima fe en la trasmigración en la unidad de todos los seres vivos, les llevaba otra vez a los demás hombres, a procurar su salud y su redención. Mas el sentimiento de soledad que poseía el solitario de Efeso únicamente podía desarrollarse en los salvajes desiertos. En él no vemos el menor deseo de ayuda, de salvar a nadie. Es una estrella sin atmósfera. Sus ojos ardientes, dirigidos a sí mismo miran vagos y, fríos, con una mera apariencia de mirada. Al pie de la fortaleza de su orgullo batían las olas de la locura y de la perversión; él desviaba la mirada con asco.  Pero también los hombres de pecho sensible ceden ante una máscara que parece fundida en bronce; comprendemos a un ser de esta naturaleza en un santuario apartado, rodeado de imágenes de dioses, bajo una arquitectura fría, solemne y sublime. Heráclito fue increíble entre los hombres como Hombre; y cuando contemplaba el juego de los hombres-niños, pensó lo que nadie habría pensado en tal ocasión: el juego, con sus mundos, del gran niño Zeus. No necesitaba a los hombres, ni siquiera para que le reconocieran; nada le importaba lo que pudieran pensar o inquirir de él, ni siquiera los sabios. Hablaba con desprecio de tales preguntones, de tales coleccionadores, en una palabra, de tales hombres “históricos”. “Yo me busco v me pregunto a mí mismo”, decía, empleando una palabra con la cual se suele expresar la pregunta que se dirige a un oráculo: como si él, y nadie más que él, fuese el auténtico cumplidor y consumador de la máxima délfica: “Conócete a ti mismo”.

Y lo que él escuchaba de este oráculo lo consideraba como sabiduría inmortal y digna de interpretación eterna, de incalculable efecto para el porvenir, a semejanza de los discursos proféticos de las sibilas. Es bastante para la humanidad futura, que ella se haga interpretar, como sentencia de oráculo, lo que él, como el dios de Delfos, “ni dijo ni calló”.  Sus sentencias, pronunciadas “sin sonrisa, sin aliño, sin sahumerio” antes bien, con “boca espumeante”, penetraron a través de los siglos. Pues el mundo necesita eternamente de la verdad, por lo que necesitará eternamente a Heráclito; pero él no necesita al mundo. ¿Qué le importa a “él” su fama, la fama entre los “mortales en un devenir perpetuo”, como él decía con expresión irónica?  Su fama era cuenta de los hombres, no de él; lo que le importaba a él era la inmortalidad de la raza humana, no la inmortalidad del hombre Heráclito. Lo que él meditaba, la doctrina de la “ley en el devenir y del juego en la necesidad”, debía ser meditada eternamente; él había levantado el telón de este gran espectáculo.

 

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